En un sentido amplio, las culturas juveniles se refieren a la manera en que las experiencias sociales de los jóvenes son expresadas colectivamente mediante la construcción de estilos de vida distintivos, localizados fundamentalmente en el tiempo libre, o en espacios intersticiales de la vida institucional. En un sentido más restringido, definen aparición de «microsociedades juveniles», con grados significativos de autonomía respecto de las «instituciones adultas», que se dotan de espacios y tiempos específicos que se configuran históricamente en los países occidentales tras la segunda guerra mundial, coincidiendo con grandes procesos de cambio social en el terreno económico, educativo, laboral e ideológico. Su expresión más visible son un conjunto de estilos juveniles «espectaculares», aunque sus efectos se dejan sentir en amplias capas de la juventud. Hablo de culturas (y no de subculturas, que técnicamente sería un concepto más correcto) para esquivar los usos desviacionistas predominantes en este segundo termino. Hablo de culturas juveniles en plural (y no de Cultura Juvenil en singular, que es el termino más difundido en la literatura) para subrayar la heterogeneidad interna de las mismas. Este cambio terminológico implica también un cambio en la «manera de mirar» el problema que transfiere el énfasis de la marginación a la identidad, de las apariencias a las estrategias, de lo espectacular a la vida cotidiana, de la delincuencia al ocio de las imágenes a los actores.


La noción de culturas juveniles remite a la noción de culturas subalternas. En la tradición gramsciana de la antropología italiana, estas son consideradas como las culturas de los sectores dominados y se caracterizan por su precaria integración en la cultura hegemónica, más que por una voluntad de oposición explícita. La no integración -o integración parcial— en Ias estructuras productivas y reproductivas es una de las características esenciales de la juventud.



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